VERITAS PRÆVALEBIT: "La verdad prevalecerá"

miércoles, enero 31, 2007

La Columna de R. II: Watch out Tweety!

martes, enero 16, 2007

La piecita del fondo

Antes de abrir mis ojos supe con desesperación y angustia que no me hallaba en el mismo sitio en el que me había dormido la noche anterior. No recuerdo bien si me dolía más la espalda o el cuello, pues tenía la cabeza apoyada sobre un objeto extraño.
Pronto el rectángulo de luz que proyectaba la única ventanita del cuarto, iluminó –inocente y fría- la piecita del fondo de mi casa paterna. Olía a cemento y a bencina, como siempre.
Al intentar incorporarme hice chirriar con mi codo derecho a un pato de goma amarillenta, me asusté, pero no lo suficiente como para intentar huir ni comprender la extraña razón por la que me encontraba en ese lugar. Quizás haya sido la familiaridad de los objetos arrumbados la que devolvió cierta tranquilidad a mis presentimientos más siniestros.
Sobre un tablón que sostenía un tocadiscos Audinac y una regadera, una muñeca manca me guiñaba un ojo. Colgadas de las paredes, reconocí las herramientas de mi abuelo que con el óxido y el polvo habían perdido sus formas originales. En un rincón vislumbré la vieja cortadora de césped que mi padre nunca supo arreglar, sobre su base había una raqueta Wilson de madera y el gamulán de mi hermano.
El retrato de mi madre me observaba como la muñeca y una brújula descalibrada marcaba la orientación Sur.
Caminé unos pasos para observar de cerca un mueble descolado y sin querer pisé mi primer álbum de figuritas, incompleto. Descubrí muchos juguetes; el Simon Says, el Cubo Mágico, unas bolsitas de Tinenti, soldados de plomo, un reloj pulsera de Blancanieves y un andador con forma de caballito.
Sobre un repisa -pegadas a una copa que gané en mi primer torneo de pelota al cesto-, se exhibían como en una vidriera, cuatro botellas de gaseosas; Teem, Tab, Mirinda, Ginger Ale.
No faltó la cajita de música más triste del mundo ni el calefón Volcan, ni mi boletín de primer grado, ni el disco de Richard Cleyderman.
Recuperé la ansiedad y el miedo cuando noté que el reloj Longines daba las ocho -o las veinte-. Intenté abrir la puerta pero parecía más sellada que la de un féretro, volteé mi mirada hacia la única ventanita de la pieza; demasiado pequeña para mi cuerpo crecido. Volví a golpear la puerta, grité un poco y lloriqueé al recordar dos cosas importantes: que ese día era mi cumpleaños y que la casa paterna se había vendido hacía exactamente veinticinco años atrás.

jueves, enero 04, 2007

Cuentus Interruptus

"Rottenmeyer", "Rottenmeyer", me agrada nombrarla: "Rottenmeyer".
—Para pronunciar bien mi apellido hay que tomar mucha cerveza—, dijo una vez, mientras soltaba una ridícula carcajada que retumbó en la inmensidad de esta sala. Esa fue la única vez que le escuche decir una broma. Recuerdo que estaba contenta por mis acelerados progresos musicales. Y es que aquel día fue mucho más que una absurda acumulación de horas, fue una sinfonía; mis manos en el piano fluyendo como el agua en el río, mi padre observándonos desde la escalera y Rottenmeyer riendo como una foca.
Creo que Rottenmeyer no podría haber sido otra cosa que profesora de piano. A veces, para divertirme, le preguntaba seriamente si en verdad no era un personaje que se había fugado tímidamente de una novela Victoriana. ”Es que sus besos huelen a colorete, Rottenmeyer”. Pero yo no lo preguntaba sólo por el olor de sus mejillas, sino por un horrible camafeo rosado que siempre prendía en sus camisas y que guardaba una foto de sus padres, muertos. "Rottenmeyer, entschuldige bitte!". Recuerdo cuando la vi entrar en la sala por primera vez, mi padre la traía del hombro con esa expresión detestable que se le dibuja en la cara cuando pretende imponer su voluntad.
—Te presento a tu nueva profesora de piano. Espero que no le suceda lo mismo que al profesor Cravena.
—El profesor Cravena es un colega muy respetable—, interrumpió Rottenmeyer.
Tenía una voz aguda y nerviosa, afectada por un impostado acento alemán.
—Es que me formé en Viena—, explicó sonrojada.
En cuanto quedamos solos frente al piano, mire a Rottenmeyer fijamente a los ojos y le expliqué cuál seria nuestro pacto secreto de allí en adelante.
—Mire señorita, yo nunca voy a dejar de ver pelotas y rayas en esas partituras, amo a la música más que a nada en este mundo, pero créame que es inútil, usted es la profesora número cinco que pisa esta sala. Sucede que mi padre...
—Nada de tonterías—, interrumpió mientras me pegaba unos golpecitos en la cabeza con un lápiz negro—. No me haga perder el tiempo ni malgaste el dinero de su padre. Abra esta partitura y colóquela sobre el atril—.